SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO
XVI
Parque Expo Bicentenario de Silao. Domingo 25 de marzo de
2012
Queridos hermanos y hermanas:
Me complace estar entre
ustedes, y deseo agradecer vivamente a Monseñor José Guadalupe Martín Rábago,
Arzobispo de León, sus amables palabras de bienvenida. Saludo al episcopado
mexicano, así como a los Señores Cardenales y demás Obispos aquí presentes, en
particular a los procedentes de Latinoamérica y el Caribe. Vaya también mi
saludo caluroso a las Autoridades que nos acompañan, así como a todos los que se
han congregado para participar en esta Santa Misa presidida por el Sucesor de
Pedro.
«Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Sal 50,12), hemos invocado
en el salmo responsorial. Esta exclamación muestra la profundidad con la que
hemos de prepararnos para celebrar la próxima semana el gran misterio de la
pasión, muerte y resurrección del Señor. Nos ayuda asimismo a mirar muy dentro
del corazón humano, especialmente en los momentos de dolor y de esperanza a la
vez, como los que atraviesa en la actualidad el pueblo mexicano y también otros
de Latinoamérica.
El anhelo de un corazón puro, sincero, humilde,
aceptable a Dios, era muy sentido ya por Israel, a medida que tomaba conciencia
de la persistencia del mal y del pecado en su seno, como un poder prácticamente
implacable e imposible de superar. Quedaba sólo confiar en la misericordia de
Dios omnipotente y la esperanza de que él cambiara desde dentro, desde el
corazón, una situación insoportable, oscura y sin futuro. Así fue abriéndose
paso el recurso a la misericordia infinita del Señor, que no quiere la muerte
del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). Un corazón puro, un
corazón nuevo, es el que se reconoce impotente por sí mismo, y se pone en manos
de Dios para seguir esperando en sus promesas. De este modo, el salmista puede
decir convencido al Señor: «Volverán a ti los pecadores» (Sal 50,15). Y, hacia
el final del salmo, dará una explicación que es al mismo tiempo una firme
confesión de fe: «Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (v.
19).
La historia de Israel narra también grandes proezas y batallas,
pero a la hora de afrontar su existencia más auténtica, su destino más decisivo,
la salvación, más que en sus propias fuerzas, pone su esperanza en Dios, que
puede recrear un corazón nuevo, no insensible y engreído. Esto nos puede
recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros pueblos que, cuando se trata de
la vida personal y comunitaria, en su dimensión más profunda, no bastarán las
estrategias humanas para salvarnos. Se ha de recurrir también al único que puede
dar vida en plenitud, porque él mismo es la esencia de la vida y su autor, y nos
ha hecho partícipes de ella por su Hijo Jesucristo.
El Evangelio de hoy
prosigue haciéndonos ver cómo este antiguo anhelo de vida plena se ha cumplido
realmente en Cristo. Lo explica san Juan en un pasaje en el que se cruza el
deseo de unos griegos de ver a Jesús y el momento en que el Señor está por ser
glorificado. A la pregunta de los griegos, representantes del mundo pagano,
Jesús responde diciendo: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea
glorificado» (Jn 12,23). Respuesta extraña, que parece incoherente con la
pregunta de los griegos. ¿Qué tiene que ver la glorificación de Jesús con la
petición de encontrarse con él? Pero sí que hay una relación. Alguien podría
pensar –observa san Agustín– que Jesús se sentía glorificado porque venían a él
los gentiles. Algo parecido al aplauso de la multitud que da «gloria» a los
grandes del mundo, diríamos hoy. Pero no es así. «Convenía que a la excelsitud
de su glorificación precediese la humildad de su pasión» (In Joannis Ev., 51,9:
PL 35, 1766).
La respuesta de Jesús, anunciando su pasión inminente,
viene a decir que un encuentro ocasional en aquellos momentos sería superfluo y
tal vez engañoso. Al que los griegos quieren ver en realidad, lo verán levantado
en la cruz, desde la cual atraerá a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). Allí
comenzará su «gloria», a causa de su sacrificio de expiación por todos, como el
grano de trigo caído en tierra que muriendo, germina y da fruto abundante.
Encontrarán a quien seguramente sin saberlo andaban buscando en su corazón, al
verdadero Dios que se hace reconocible para todos los pueblos. Este es también
el modo en que Nuestra Señora de Guadalupe mostró su divino Hijo a san Juan
Diego. No como a un héroe portentoso de leyenda, sino como al verdaderísimo
Dios, por quien se vive, al Creador de las personas, de la cercanía y de la
inmediación, del Cielo y de la Tierra (cf. Nican Mopohua, v. 33). Ella hizo en
aquel momento lo que ya había ensayado en las Bodas de Caná. Ante el apuro de la
falta de vino, indicó claramente a los sirvientes que la vía a seguir era su
Hijo: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2,5).
Queridos hermanos, al venir
aquí he podido acercarme al monumento a Cristo Rey, en lo alto del Cubilete. Mi
venerado predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, aunque lo deseó ardientemente,
no pudo visitar este lugar emblemático de la fe del pueblo mexicano en sus
viajes a esta querida tierra. Seguramente se alegrará hoy desde el cielo de que
el Señor me haya concedido la gracia de poder estar ahora con ustedes, como
también habrá bendecido a tantos millones de mexicanos que han querido venerar
sus reliquias recientemente en todos los rincones del país. Pues bien, en este
monumento se representa a Cristo Rey. Pero las coronas que le acompañan, una de
soberano y otra de espinas, indican que su realeza no es como muchos la
entendieron y la entienden. Su reinado no consiste en el poder de sus ejércitos
para someter a los demás por la fuerza o la violencia. Se funda en un poder más
grande que gana los corazones: el amor de Dios que él ha traído al mundo con su
sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio. Éste es su señorío, que
nadie le podrá quitar ni nadie debe olvidar. Por eso es justo que, por encima de
todo, este santuario sea un lugar de peregrinación, de oración ferviente, de
conversión, de reconciliación, de búsqueda de la verdad y acogida de la gracia.
A él, a Cristo, le pedimos que reine en nuestros corazones haciéndolos puros,
dóciles, esperanzados y valientes en la propia humildad.
También hoy,
desde este parque con el que se quiere dejar constancia del bicentenario del
nacimiento de la nación mexicana, aunando en ella muchas diferencias, pero con
un destino y un afán común, pidamos a Cristo un corazón puro, donde él pueda
habitar como príncipe de la paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del
bien, el poder del amor. Y, para que Dios habite en nosotros, hay que
escucharlo, hay que dejarse interpelar por su Palabra cada día, meditándola en
el propio corazón, a ejemplo de María (cf. Lc 2,51). Así crece nuestra amistad
personal con él, se aprende lo que espera de nosotros y se recibe aliento para
darlo a conocer a los demás.
En Aparecida, los Obispos de Latinoamérica y
el Caribe han sentido con clarividencia la necesidad de confirmar, renovar y
revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en la historia de estas tierras
«desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite
discípulos y misioneros» (Documento conclusivo, 11). La Misión Continental, que
ahora se está llevando a cabo diócesis por diócesis en este Continente, tiene
precisamente el cometido de hacer llegar esta convicción a todos los cristianos
y comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación de una fe superficial
y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente. También aquí se ha de superar
el cansancio de la fe y recuperar «la alegría de ser cristianos, de estar
sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo y de pertenecer a su
Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo en las
situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse a su disposición, sin
replegarse en el propio bienestar» (Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre
de 2011). Lo vemos muy bien en los santos, que se entregaron de lleno a la causa
del evangelio con entusiasmo y con gozo, sin reparar en sacrificios, incluso el
de la propia vida. Su corazón era una apuesta incondicional por Cristo, de quien
habían aprendido lo que significa verdaderamente amar hasta el final.
En
este sentido, el Año de la fe, al que he convocado a toda la Iglesia, «es una
invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del
mundo [...]. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor
que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo» (Porta fidei, 11
octubre 2011, 6.7).
Pidamos a la Virgen María que nos ayude a purificar
nuestro corazón, especialmente ante la cercana celebración de las fiestas de
Pascua, para que lleguemos a participar mejor en el misterio salvador de su
Hijo, tal como ella lo dio a conocer en estas tierras. Y pidámosle también que
siga acompañando y amparando a sus queridos hijos mexicanos y latinoamericanos,
para que Cristo reine en sus vidas y les ayude a promover audazmente la paz, la
concordia, la justicia y la solidaridad.
Amén.
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Libreria Editrice Vaticana
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